Quedan todavía un sinfín de historias sobre mosqueteros, pendientes de ser contadas.
En el mundo del cine, al menos.
La gran mayoría de material fílmico existente acerca de este género cinematográfico se concentra en la novela de Alejandro Dumas: Los tres mosqueteros.
Aun así, en las películas solo se exhiben algunos capítulos y casi siempre son los mismos.
No se manifiestan a menudo los episodios más épicos, como por ejemplo: El Asedio de La Rochelle.
Las aventuras más heroicas están narradas en su secuela: Veinte años después.
Asimismo, apenas se han explorado los diversos relatos de la tercera parte de la referida saga literaria: El vizconde de Bragelonne.
El único pasaje de este último que ha sido rodado en videocinta es el lance de El hombre de la máscara de hierro.
En todos los filmes, el protagónico D’Artagnan es presentado como un joven inexperto, intrépido y pendenciero.
El personaje en su madurez es representado como un hombre honorable, avezado y sufrido.
En la primera novela era inmaduro, aunque muy perspicaz.
En Veinte años después, da rienda suelta a su auténtico don.
No me refiero a su talento como espadachín, sino a su inteligencia y aptitud para la estrategia.
El veterano Athos tomaba las decisiones tácticas en su primera época como equipo bélico.
D’Artagnan es quien planea las operaciones militares en las secuelas.
Además, como esgrimista, su pericia ha evolucionado.
No combate en peleas prolongadas, sino que lanza sus estocadas más letales desde el inicio…
El experimentado Athos detiene una de ellas imparable, en su reencuentro veinte años después.
D’Artagnan ya no es virtuoso en su vida privada, sino jocoso y bebedor; igualmente, malgasta su ingenio ideando estafas.
El gascón es mantenido por una posadera, batiéndose en constantes duelos con los miembros de la Guardia Suiza que intentan cortejar a la susodicha.
En toda la narrativa…
Athos es el más venerable.
Porthos, el más noblote; sus compañeros se aprovechan de él en sus tejemanejes.
Aramis es el más pérfido, solo leal a su propios chanchullos.
Por cierto, D’Artagnan y el presunto malvado conde de Rochefort se vuelven amigos íntimos en las secuelas.
¡Qué magnífico valor!
«Cuando un mosquetero genuino desenvaina su espada, no tiene que elegir a quién va a matar; debe decidir a quién va a permitir vivir.»
Esta máxima del filme The Man in the Iron Mask (1998), se refiere en concreto a los mosqueteros; no obstante, a mí me parece digna del código Bushido de los samurái.
D’artagnan: «No todos los lances se resuelven con la espada.»
Athos: «Otros, en cambio, no se pueden dirimir sin ella.»
El hombre de la máscara de hierro (1998); filme escrito y dirigido por Randall Wallace, adaptando una de las historias de Alexandre Dumas.
¿Qué opinión te merece este storytelling mosqueteril?
Te leo y respondo abajo del todo, en la zona de comentarios.
«¡Uno para todos y todos para uno!»
No se vayan todavía, queda más storytelling…
Los designios de la mosquetería pueden aplicarse a cualquier espadachín de élite.
En términos generales, El camino del guerrero no es más que aprender a aceptar la muerte.
Cuando un combatiente entra en liza, estando en evidente inferioridad numérica y posicional, se está enviando a sí mismo a morir.
No hay retirada ni rendición; es preferible perecer en buena lid, antes que capitular y terminar languideciendo entre los muros de cualquier tipo de prisión.
El riesgo mortífero es inevitable en el campo de batalla.
Recuerdo un programa de televisión, emitido hace años ya:
El guerrero más letal.
¿Te suena?
Se ejecutaban simulacros de duelos singulares entre la flor y nata de los militares y luchadores de la antigüedad.
Soldado espartano versus ninja; berserker vikingo versus nativo americano apache o comanche; samurái versus mosquetero…
Cualquier pelea que los guionistas quisieran recrear.
Los actores que interpretaban a los paladines eran especialistas y artistas marciales.
Los libretistas sentenciaban quién se alzaba con la victoria en cada contienda.
Si la controversia hubiera sido entre ejércitos con batallas campales y navales, los resultados podrían haber sido diferentes.
En combate singular: todo depende del adiestramiento, el nivel de pericia y la excelencia marcial de cada duelista.
Asimismo, cuenta la variedad y la calidad del armamento, así como la destreza en su empleo.
Lo ejemplifico con una escena cinematográfica de la cinta El guerrero número 13 (The 13th Warrior, 1999):
Un vikingo muy fuerte físicamente, armado con una espada de guerra, se enfrenta a otro de apariencia más débil, a su vez provisto de acero propio y que oculta su habilidad marcial; el segundo resiste como puede el ímpetu del primero, y en un momento dado, simplemente lo esquiva y lo decapita cuando tiene la ocasión propicia.
En la suma de todas las aptitudes, aumentada exponencialmente por la categoría de cada una de ellas; el resultado de la operación (aderezada con el factor-suerte) decide quién vive (triunfo) y quién muere (derrota).
«Durante el combate, se debe seguir un curso de acción inesperado.» Miyamoto Musashi.-
Los legionarios romanos veteranos se reían de los novatos cuando los veían practicar con sus gladius de acero.
Los principiantes acometían tajos y mandobles en sus entrenamientos.
Los observadores más avezados sabían por experiencia propia, que el modo más eficaz de matar a un hombre es mediante estocadas.
Esa era la técnica de las legiones romanas: enfilados todos en formación de combate, protegidos por escudos y pinchando a discreción con lanzas-pilum y espadas-gladius.
¿Qué opinas del noble arte de la esgrima, del bushido y las películas de espadachines?
Te leo debajo, en los comentarios.